jueves, 27 de octubre de 2016

Coincidieron en una estaciòn de San Luis, la Flapper esquivò habilmente a su sempiterno guardiàn y la invitò a reunirse. Cuando ella preguntò porque la Flapper en cien palabras explicò en un culto inglès la existencia del Internado y su finalidad. Con satisfacciòn, notò la dilataciòn de las pupilas de la Armera y luego de un angustioso momento de silencio vino la vacilante pregunta”¿puede explicarme mejor esto?”.  Convenciola luego de algunas escaramusas en que acepte su invitaciòn, lo que la Armera finalmente aceptò. En conclusiòn, en la primavera de l.932 la Armera visitò por primera vez el Internado Americano. Las òrdenes que la flapper habìa emitido a su madre superiora, la cual tambièn era un ex-monja alemana, era que la armera fuera llevada lo màs directamente posible al ala de las pasadas donde les serìan mostradas todas las chicas disponibles. Y allì nuestra armera encontrò algo que habìa estado buscando toda su vida, a Molly.

Molly simplemente, ahorràndonos el apellido irlandes, era una muñeca pelirroja pecosa de ojos azules brillantes. Sin el règimen del Internado, hubiera sido gordita, pero la gimansia y el lacrosse la tenìan con una cintura que daba a su cuerpo la forma de un estilizado reloj de arena. De busto ya prominente, de piernas gruesas sobre las que descansaba un generoso trasero, remataba todo esto una vulva pequeña de labios escondidos. Y aunque dicen que la boca de las mujeres tienden a parecerse a su vagina, en el caso de Molly se podrìa hablar de una excepción, pues los labios de ella eran ligeramente gruesos y de un rojo intenso. Su nariz era esa tìpica nariz celta que les da a sus poseedoras un aire pìcaro, con cejas rojas bien delineadas, largas pestañas y mejillas redondas. Como le dijo su tutora cuando por primera vez la vio, “señorita, tiene ud. el tipo de traviesa a la cual es mejor darle una buena nalgueada de entrada, pero le voy a conceder el beneficio de la duda:”

Pero ninguna de estas caracterìsticas eran las que hacìan inolvidable a Molly. Esta sufrìa, como una de sus compañeras, una chica de origen italiano le dijo,  de hemorragia bucal. Simplemente Molly no podìa dejar de hablar: hablaba del tiempo, de lo que habìa hecho ayer, de lo que vio ayer, de lo que pensaba hacer mañana, ser preguntaba còmo serìa el tiempo mañana y ella mismo se respondìa. Muchas veces, aunque la persona con que estaba hablando se fuera, harta del incontenible parloteo, ella seguìa hablando. Lo necestiba, era su forma de defenderse, de ocultar su miedo, su miedo a las cosas que podìan volverla loca. Su padre, despuès de azotarla con un garrote hasta que se cansaba, la encerraba en una oscura leñera donde ella no podìa verse ni la nariz. La pequeña niña muchas veces sentìa que cosas se movìan en la oscuridad y para alejarlas, para controlar el terror que sentìa que la dominaba, simplemente hablaba, consigo misma, con dios, con la ùnica amiga que tenìa aunque no estuviera ahì. Hablaba, porque mientras hablara, nada malo sucederìa.

Esto por supuesto le trajo un sinfìn de problemas y fue su salvaciòn. Su padre, harto de su parloteo incesante y seguro que estaba medio loca la entregò a una señora de origen polaco que buscaba obreras para su taller de costura. Esta por supuesto no era tal, era una agente del internado y como ella explicaba de mal modo cuando podìa, no era polaca sino massuriana. A ella no le disgustò el parloteo de Molly, le agradò. La escuchò durante los tres dìas que estuvieron juntas y se reìa de esa incesante fuente que brotaba de Molly. En el internado, la entregaron a una robusta sinodal, que aunque siempre la regañaba y la amenazaba con “unas nalgadas señorita que no se va a poder sentar en tres dìas” intentò comprenderla y la trataba con toda la paciencia de la que era capaz. La colocaron con una de las primeras alienistas, que despuès se conocerìan como sicòlogos, graduada de Yale que era la consejera del Interando y con esto y la ayuda de su sinodal, el cerebro de Molly pareciò desacelerarse.

Molly era feliz, en lo que se podìa esperar. Le gustaba estudiar, adoraba leer y aunque muchas alumnas le huìan como a la peste, estaba su Marg, como se llamaba su sinodal, que la escuchaba y con la cual podìa conversar.  Ya en tercer año podìa estar varios minutos en silencio y habia aprendido a escuchar y participar en una conversaciòn, aunque por supuesto por cada palabra que oìa ella pronunciaba diez. Pero lo que nunca le toleraron y esto la hizo ganarse màs de un castigo fue cierta risa que en momentos de extremada hilaridad salìa de ella. El sonido de esta era como de una lima fabricando una llave. Simplemente eso era inaceptable para una señorita. 

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