Nuestra Princesa muriò mucho antes de lo que debiò haberle tocado, pero no hay enfermedad màs mortal que la tristeza y de eso sucumbiò. Ella, noble alemana catòlica de Baviera perteneciente a una familia de mil años de realeza terminò sus dìas en Holanda, desterrada de su patria y de los suyos. La revoluciòn de 1.919 la habìa despojado a ella y su casa de todo, condenàndolos a vagar por una Europa destrozada. No era pobre, habìa tenido la prudencia de resguardar gran parte de su fortuna en Suiza. Ùnicamente las actividades referentes al Internado la animaban y màs de una vez pensò en irse a vivir a Suiza, pero esta resultaba muy pueblerina para su gusto. Aunque no odiaba a nadie, la idea de habitar en Francia o Gran Bretaña, las potencias vencedoras, la enfermaba. En su ùlitmo año apenas si saliò, siendo su ùnica compañìa su segunda pupila a la cual amaba entrañablemente. Muriò de repente, sin mayor sufrimiento.
El consejo tuvo que reunirse a toda prisa para elegir un sucesor. En esa reuniòn se impuso por si mismo el nombre de una recièn llegada, britànica, Abogada de los Tribunales del Rey, que en el corto perìodo de su ejercicio habìa demostrado una energìa y capacidad sin igual. Pero lo que fascinaba a todas las otras miembros del consejo era que ella era la prueba de que el sistema implementado 25 años antes era exitoso: ella habìa sido estudiante del Internado, era una expupila.Y era todo lo que las fundadoras de las cuales al menos dos sobrevivìan habìan intentado lograr: era una lesbiana moderna, sin complejos, feliz y orgullosa de su condiciòn, independiente y profesional, ademàs de ser una belleza de mujer.
La Abogada habìa nacido en las montañas de Moravia, actual Checa. En esa època era parte del Imperio Austro-Hùngaro, por lo que el alemàn serìa su segundo idioma. El primero y este era un secreto celosamente guardado por ella, era el yidish. Durante sus primeros años fue criada por su madre judìa y padre checo, muriendo primero el padre, lo que obligò a su madre a retornar donde su familia, que enseñò a la pequeña a hablar el viejo idioma judìo askenazi. Muerta la madre de la misma enfermedad que se llevò a su padre, la familia de su madre, reacia a criar a una mestiza en medio de una pobreza agobiante, la entregò a un orfanato. Allì aprendiò el alemàn en viejos libros de textos, en medio del hambre constante que provoca comer un dìa si y otro no, bajo palizas constantes provocadas no por su conducta sino por el genio con el cual amanecìan sus ciudadoras.
Cuando la agente del Internado la encontrò, era una adolescente en ciernes de impresionante belleza y cuando esta le hablò preguntàndole si le gustarìa irse con ella a otro lugar mejor, respondiò ràpidamente que si, segura que no podìa haber un lugar peor. El Internado, con su limpieza, su luz, comida abundante y buen trato le pareciò la antesala del cielo. Por primera vez usaba ropa nueva, comìa cuanto querìa, la bañaban y aseaban a diario, estudiaba cosas que tenìan una finalidad clara, tenìa una vida con un objetivo. Aceptò todo lo que le enseñaron como verdades universales y se considerò afortunada de poder vivir segùn estas.
Perteneciò a la segunda generaciòn, por lo que ella fue testigo de las primeras tutorìas. Siempre recordaba lo afortunada que le habìan parecido las chicas que al empezar las vacaciones de verano de su primer año fueron recogidas por sus tutoras para que pasaran con ellas sus vacaciones. Recuerda a su “amiga mayor”, asi llamaba ella a una niña rubia de rostro eslavo que intimaba con ella a pesar de ser del curso superior, regresar de esas vacaciones y con ojos brillantes contar lo increìble que era la casa de su tutora, una noble francesa de la Vendeè, un palacete renacentista repleto de cosas maravillosas, de las fiestas, de los paseos y de Parìs. Y recuerda como ella se habìa inclinado y susurrando a su oìdo le contaba: “me hizo el amor, pequeña, me devorò practicamente toda antes de desvirgarme con dos dedos de la mano derecha”.
La noche del dìa en que habìa sido elegida para dirigir el consejo se acordaba de esto. Recordaba como se habìa sonrojado con la confidencia de su amiga. Esta habìase carcajeado al ver su reacciòn y volvièndose a acercar le susurrò: “no se me haga la vergonzosa, mi pequeña, que pronto alguien la pedirà y le harà lo mismo.” Esta vez la vergüenza la hizo reirse a carcajadas, lo que llamò la atenciòn de su tutora sinodal, que estaba sentada en el borde del patio. Cuando mirò en su direcciòn, le bastò verla para saber lo que le decìa su mirada: “las señoritas no se rìen asì, niña.” Inmediatamente procurò recuperar su compostura, aunque el resto del dìa no pudo sacarse esa frase de encima, con la abundantes imàgines que su inquieta imaginaciòn proveìa
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