Molly también observaba detenidamente a la mujer que tenía frente a si. Le gustaba que fuera alta, más alta de lo común, le gustaba su pelo negro como el ala de un cuervo, sus ojo cafés bajo unas cejas finas, las pestañas gruesas, la nariz recta cual trazada con una regla. El rostro de la armera era alargado pero las mejillas llenas lo atenuaban. Aunque muchos habrían dicho que la armera no era bella, que parecía una estricta profesora rural, era esta característica lo que agradaba a Molly. En su vida todas las personas que habían sido buenas con ella eran así: adustas y serias. La mujer que la rescató de sus padres, su Marg, la profesora Presston de natación, la bedel Marta que siempre guardaba un bocadillo para ella entre los bolsillos de su delantal. Y ahora ella. “¿Me querrá?” se preguntaba, De repente se dio cuenta que habían estado un buen rato allí en silencio.
Así que Molly preguntó su nombre, sus gustos, sus preferencias en comida y vestidos. “¿porqué se vestía así, tan anticuada?”, preguntó impertinente. Esto, el hecho de que ella apenas si esperara respuesta para volver a disparar, hizo sonreir a la armera. “Debería sonreir más”, soltó Molly, “se ve mucho más bonita cuando lo hace”. En la vida de la armera, el único hombre que la había llamado bonita era su padre. Fue allí cuando cayó en cuenta que en sus 34 años solo dos personas la habían llamado así, esto, sumado a las emociones que había sentido por primera vez con la intensidad que las había sentido, hicieron que le dieran ganas de llorar. Sus ojos se humedecieron y su semblante se contrajo en un gesto de dolor.
Molly se asustó, estaba segura de que había dicho algo malo. Empezó a disculparse, luego intentó cambiar de tema y lo que logró fue desvariar. Dándose cuenta, decidió que la solución era contar algo gracioso. Así que empezó a contarle a la armera un incidente gracioso que había ocurrido el último invierno, que involucraba un gato, la cocina, las empleadas de cocina y varias alumnas. A Molly cuando le contaron el episodio, le pareció hilarante. Así que intentó adornarlo con la mayor cantidad de sucesos posibles y esto sumado a sus nervios provocaron algo que para ella fue el desastre: al terminar el cuento y reirse del mismo, la risa prohibida salió a flote.
Molly no se dio cuenta que se estaba riendo así hasta que vio la cara de la armera. Esta tenía los ojos como platos y la veía fijamente. Aterrorizada, empezó a disculparse, pero pronto las ganas de llorar cortaron las disculpas. “Bueno, hasta aquí llegué. Es mejor que me excuse y me vaya”, porque, ¿quien la querría con una risa así?. Así que empezó a levantarse mientras decía:”No le quito más el tiempo, madam, querrá hablar con otras chicas. De todas formas, debo decirle que fue un placer conocerla y quiero asegurarle que yo no me río siempre así” pero fue detenida por una orden, que aunque dicha en forma suave, no dejó de ser terminante. “!Sientate!, tu institutriz tiene razón, necesitas mano fuerte”. Molly se sentó y confundida, esperó. Mientras, la armera tenía un verdadero torbellino en la cabeza, aunque de una cosa estaba segura: esa chica sería suya, cueste lo que cueste.
La niñez de la armera fue una pesadilla debido a la esquizofrenia de su madre, que fue apartada de su lado cuando la atacó con un hacha, provocándole una herida en la espalda que casi la mata, quedándole una cicatriz de 30 cm en la espalda. Fue su padre, ese hombre amable que casi no hablaba quien la salvó, quien la había criado hasta entonces explicándole en lo que podía el extraño comportamiento de su madre. Fue el hombre que siempre la cuidó de alli en adelante, el origen de todos sus conocimientos, de sus creencias y virtudes. Se acostumbró a sus silencios, tan largos que a veces lloraba quedadamente para no gritar, se acostumbró a su salud delicada que se lo llevó tempranamente a la tumba dejándola en la primera línea de sucesión de la fortuna de su mítico abuelo. Lo extrañaba, a pesar de sus silencios, lo extrañaba. Y extrañaba sobre todo su risa que sonaba como una lima haciendo una llave.
Cuando escuchó la risa de Molly supo que algo en su vida quedaba sellado y cerrado. Hasta allí ella había aceptado su soledad, que ella fomentaba imitando la forma de ser de su padre. Hasta allí, “basta” se dijo, “me llevaré a esta niña para mi, aprenderé, aprenderé ha hablar, ha amarla, ha hacerle el amor. Viajaré, con ella, lejos, cerca, comparé, venderé, viviré.” Luego de un momento en que estos pensamientos calaron profundamente en su corazón, le preguntó a Molly: “¿quieres irte conmigo Molly?, quiero que me hables, que me preguntes, que me enseñes como hablar y respirar al mismo tiempo. Quiero que seas feliz y al serlo, que me vuelvas feliz a mi”. Molly no lo sabía y si alguien se lo hubiera contado no lo hubiera creído: la armera no había pronunciado una frase tan larga desde después de la muerte de su padre al entrevistarse con los abogados albaceas del testamento de su abuelo.
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