La responsabilidad que ellas tenian al cuidar a sus pupilas era total, cualquiera herida o lesión que sufrieran sus niñas les sería totalmente impugnadas a ellas. Una cicatriz sería considerada una catástrofe que podría provocar hasta el despido de la cuidadora, además, estaba el hecho que el
costo de la curación de la pupila era descontado del sueldo de la sinodal, además de una multa que por contrato podía llegar al 33% del total y no solo eso: todo el mundo sabía que la madre superiora era la única que tenía la potestad de azotar a las alumnas con una correa en el trasero desnudo, pues ese mismo tipo de disciplina ella no dudaba de aplicarla a sus subordinadas, maestras y sinodales. Si a muchos de los que leen esto, hijos del siglo XXI, les parecerá ridículo o increíble, solo les recuerdo que los azotes se aplicaron a personas adultas de la servidumbre hasta la década de los cincuenta, en las prisiones se prohibió azotar a los reos de ambos sexos hasta los setenta. Y hablo de la civilizada Europa.
Así que, a pesar de tranquilizarse, volvieron a preguntar:”¿está segura que están bien?” a lo que la enfermera respondió haciendo un último examen, examinado las pupilas, con luz primeo y luego haciéndolas seguir su dedo índice, al terminar dijo:”cien por ciento segura”. Entonces, con cuidado, bajaron a las chicas de las camillas y llevándolas hasta dos muebles que se encontraban frente a estas, cómodo sofás que podían ser usados como camas de acompañantes, procedieron a bajarles la ropa inferior, para colocándolas sobre la rodilla izquierda, haciéndolas apoyar al respaldo del mueble, procedieron a encajar su muslo en medio de las piernas de estas, provocando que el cuerpo de las niñas se curvaran brotando las nalgas. Y allí, ignorando las súplicas de piedad y las declaraciones de inocencia, procedieron a nalguear con fuerza y ritmo las mejillas inferiores de sus protegidas.
Lo primero que le enseñan a una sinodal es que el castigo no debe ser aplicado estando ella enojada, puede aparentarse enojo para infundir temor, jamás miedo, pero el castigo debe hacerse con la cabeza fría. Pero esta vez estas sinodales estaban enojadas, con el enojo que provoca el miedo, porque realmente se habían llevado un susto de muerte cuando vieron a sus traviesas caer. Así que demoraron unas 25 extra fuertes nalgadas en detenerse primero una, después la otra y procurar tranquilizarse. Para entonces, Tatiana y Olga estaban llorando a moco tendido, mientras repetían como en una letanía las mismas súplicas y ruegos; tenían las nalgas ya de un color rojo y sus ojos buscaban los de sus sinodales esperando lograr clemencia.
La sinodal de Tatiana fue la primera en calmarse y juzgó la situación, la lección debía recordase, debían aprender a cuidarse y no debía ni ocurrírseles acercarse de nuevo a ese sitio, así que reanudó el castigo e ignoró el aullido que brotó de la garganta de su niña. “!Silencio o recibirás el doble!”, sentenció con voz alta, por lo que Tatiana procuró controlarse, bajando la fuerza de sus quejidos. Entonces la sinodal de Olga reanudó también el castigo y el llanto de Olga se unió a la letanía de dolor. Los azotes, rítmicos iban en serie de cinco: primero en la parte superior de las nalgas uno en cada una, después uno en cada parte inferior y finalmente uno que debía impactar en la unión del surco dorsal con la vagina. La sinodal de Tatiana contó cinco series antes de parar y la sinodal de Olga , que procuraba apoyar a su compañera hizo lo mismo.
Recibieron la orden de ponerse de pie recordándoles que estaba prohibido frotarse las nalgas después de un castigo. Ambas, que sentían que tenían el trasero enorme, se pararon llorando descontroladamente. Ambas se acercaron a sus sinodales, que tomándoles de la barbilla las obligaron a verlas a los ojos y según el protocolo, procedieron, con voz suave, a preguntarles porque habían sido castigadas. En medio de hipos y sollozos, ambas procedieron a reconocer su culpa por no haber tenido cuidado. Entonces, delicadamente, las sinodales subieron su ropa interior y abrazándolas, empezaron a limpiar sus lágrimas y a calmarlas. Como siempre, la receptora del castigo terminaba abrazando a la ejecutora del mismo, dejándose consolar segura de que el mismo estaba más que justificado.
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